sábado, abril 21, 2007

(H)editorial se escribe con hache

La jornada editorial es un coñazo, sobre todo si no hay tabaco. Ahora parece que está prohibido, parece que ya no puedes fumar; eso parece, parece que tienes que leer, corregir, sustraer, extraer y, en definitiva, trabajar, MANIPULAR con mierda (o con literatura) a base de sudor; y ese sudor, vaya, no puede ser contrastado física y psíquicamente con nicotina, con alquitrán, o con lo que sea que le echen a esos cilindros de cáncer y papel. (También dicen, y esto es sólo un rumor, que hay un gordo de gordura geométrica y marítima que ha invertido su buen patrimonio en hacerse con nosecuantas plantas de nosequé edificio para poder convertir su lugar de trabajo en su residencia particular, y así fumar a gusto mientras firma papeles y escucha a Bruce Springtien, que en eso consiste su trabajo en términos matemáticos, como en su día y en su momento me comentó una señora que dormía con él después de dormir -en un avión- conmigo.)

Estoy hablando de editoriales porque he pisado varias a lo largo de mi vida, para comer y para dar(¿me? ¿-les? ¡¿-NOS?!) de comer. Aunque eso fue hace mucho tiempo y no tengo ganas de entrar en detalles. Pero sí quisiera, a ser posible (dejadme, por favor, que sea posible), dedicar un par de líneas -o de párrafos, o de páginas- al merecido homenaje que una vez me dijeron que debía a este submundo literario con más "sub" y más "mundo" que literatura:

Era otro de esos libritos detestables, faltos de estilo, atiborrados de una sabiduría tan íntegra como empalagosa, y, a la vez, sincera. Y es que lo que Merche tenía entre los callos era esencialmente eso: la obrita entrañable de un señor (mayor) lleno de verdad; una retahíla de configuraciones distorsionadas sobre memoria y ética para muchachos de esos que tienen a bien ensayar en sueños; o, visto de otro modo, un manuscrito descafeinado, impecablemente redactado, que dormía a las piedras y despertaba la mala conciencia de los hombres (lectores) buenos.
Llamaron al teléfono y contestó únicamente con monosílabos. Luego, se colocó las gafas a la altura justa de su nariz y retomó aquel manojo de hojas que tan distraída en inanes conjeturas la tenía.

Un día, ella, había dicho que Coños era un libro delicioso. Un día, Merche, dijiste eso. No lo niegues. No lo niegues porque yo estaba allí, tía. ¡¿Cómo pudiste hacerme eso!? Tía. Éramos amigos. Y no me digas que de eso nada porque éramos amigos además de compañeros y además de borrachos. Tía.
Dijiste que era un prosista puro, un vendaval de frescura purgativa. Dijiste muchas memeces, Merche. Hablaste del estilo. Hablaste del estilo y me dejaste quedar como el culo cuando... bueno, tú ya sabes cuándo... Estilo. ¿Qué es el estilo? ¿Eso es estilo? Seguramente. Y si digo que NO es porque es un estilo tan evidentemente estlizado que gravita sobre sí una imperante nausea. No me parece original. No me parece feminista. No me parece nada más que lo que se va a primera vista: opulencia con gafas. Vomitivo. Reirle las gracias a este gilipollas os va a salir caro. Insensatos, inconscientes. Mirad que artículos escribe. Mirad la columna que le han regalado. Mirad, joder. ¿De verdad no sentís (¡NO SIENTES!) remordimientos?
Coños... Hay que tenerlos cuadrados. Ojalá revises manuscritos de señores con un manual de word en vez de seso el resto de tu puta vida, soputa. Coños...
Y así estamos. Sin poder fumar en las editoriales.
La opulencia gafaspasta alcanza una nueva victoria en un despacho X y las grietas de un labio Y se extinguen en la banalidad de la rutina de un ordenador, un ordenador cualquiera.
Editoriales. Editoriales, que no editores.

Yo, ahora, tengo un blog.

[No se lo merecen. Tú vales mucho más, 6D, amigo. Tú estás por encima. Porque tienes un blog (laughs) y algún día escribiste libros con prólogos interesantes de señores que algún día fueron interesantes y que le hicieron el favor a un amigo común de hablar de tu trabajo (el cual, faltaría más, no se habían leído, seguramente porque era químicamente interesante, y por lo tanto vulgar y una absoluta pérdida de tiempo).
Tú tranqui. Sigues ahí, vivo, al menos. Además trabajas, que no es poco. Y aun encima te pagan. Cabrón. Deja de quejarte, deja de quejarte ya, que tienes un blog y escribes cosas muy graciosas y nadie te puede mover una coma. Y molas. Que te lo digo yo, molas. 6dedos...]

sábado, abril 07, 2007

La noche en que Paquirrín asistió, de forma involuntaria, al concierto de los electrodomésticos

(Este post es en directo, en rigurosísimo directo. No era intención del autor tirar hoy de la cadena de Blogger para recrearse en su fétida obra, no tenía - de hecho, no tiene - ánimos o ganas que combustionen los resortes de su pueril mecánica creadora; sin embargo, han bastado un par de destellos de la caja gris para - vaya - equilibrarle la náusea y, decididamente, empujarlo a arremeter contra ciertos molinos miserables.
Chukrut.)


Aburrido. Estás aburrido. El reloj se despereza en la pared y la cerveza gotea hacia dentro en el interior de la lata, casi vacía. No estás enfermo, pero como si lo estuvieras. Nadie te ha roto el corazón, pero como si te lo hubieran roto. Afuera no llueve y es como si lloviese; allí, y aquí, en casa, en el mundo interior, llueve sin lluvia. Más que lluvia tormenta, tormenta sin truenos pero con lluvia, con lluvia y con nubes negras.
Lluvia.
Lluvia.

Lluvia.

Piensas en qué hora y es y decides que no te importa.
Piensas en coger en el teléfono y el vértigo invade el sofá.
Quieres un café. Quieres algo más que un café. Quieres que se haga solo. Que aparezca de repente.
Quieres beber pero no tienes sed; estás perdido, amigo, al menos durante esta noche, estás perdido.

La tele, al igual que tu cabeza, suena sin ser escuchada. Porque son las once y empieza el concierto.
El ordenador runrunea como un gato magullado; la mula trabaja y las horas de recalentamiento pasan factura. Es una "R". Rrrrrrrrr. Una "R" cálida, cariñosa, caliente como la propia temperatura del ordenador. El sonido podría ser hasta relajante si la barba de dos días no picara tanto.
El ojo, LOS ojos, se te retuercen contra la pared. Cada gotita de pintura blanca, cada grumo, cada tumorcito. Aooooommmhh. Cada pringosa protuberancia que sobresale por los tabiques te hipnotiza, te abduce. No sabía que había tantos, dices, no sabía que había tantos grumitos.
Tantos grumitos.
Tantas imperfecciones.

«Paquirrín entra en un club junto a unos amigos.»*

¡¿Qué?!
Dolce Vita, telecinco. Imágenes borrosas, de paparazzi indeciso. Píxels, grises, oscuridades, arbustos. Madrugada, luces fosforitas. Y al fondo, oportunamente iluminados por una farola, un grupito de amigos del que sobresale un hipertrofiado montón de carne embutido en una aceitosa camiseta XXL.

«Paquirrín sale del club para sacar dinero y luego vuelve a entrar.»

¡Oh! Hijos de puta. Cómo se atreven. Ratas. Ratas perniciosas. Carroñeros.
¿Cómo pueden ser tan crueles? Es sólo un niño, en el fondo es sólo un niño, piensas. Porque te parece increíble. Te parece increíble que agredan así a un personaje tan indefenso. Porque Kiko (así es como hay que llamarle) es un pobre chiquillo indefenso. Indefenso, repites, indefenso. Y la lavadora asiente taladrando las baldosas de la cocina con su ritual. TRRRRRRRR. Aquí también hay erres. Erres fuertes. Y tés. TRRRRRRR. Centrifugado programado. TRRRR.

«¿Está cayendo Paquirrín en la mala vida?.»

Hijos de puta.
Encolerizadas las manos, las piernas inquietas en el sofá. Encolerizados los nervios y el escaso vello que puebla tus brazos y se eriza. Irritación. Enfado. Y el ordenador acelera su recarga: RRRRRR. Y la estufa, la estufa que asfixia este frío enrarecido, chupando voltios, sosteniendo sobre sí una bandeja con comida, responde aullando un hilillo de robótica voz de protesta. HCCCCCCCCC. El concierto y la depresión y Paquirrín y las paredes que pringan, ¡pringan! Un mosquito. Un raquítico mosquito que aplastas con la zapatilla.
Apaga la puta tele y duerme.

Joder.

* Los rótulos son verídicos y literales; corresponden al programa Dolce Vita del Sábado 7 de Abril del 2007.


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